- Honor al buen servicio
- El día que Gómez se hizo cortar la cabeza para que le fuera ofrecida a nuestro Presidente, éste le envió unas horas antes la bandeja. No era de oro; sólo era una bandeja de plata. Lo cierto es que el desempeño de Gómez en su función ministerial siempre fue algo mediocre. Sin embargo, dicen que se comportó como un valiente en el instante final, y cuando le ofrecieron inyectarle el usual tranquilizante lo despreció con gallardía. Se afeitó, se duchó y enjabonó a conciencia, para dejar el cuerpo muy limpio. Se lavó bien el pelo, y, llegado el momento, colocó el cuello en la tabla y con tono firme emitió la voz de mando: -Proceda -dijo a su asistente. El pobre hombre tenía los ojos llorosos, pero obedeció sin que le temblara la mano que empuñaba el hacha. La bajó con fuerza, y de un solo y nítido golpe separó la cabeza del tronco. Cuando su jefe estuvo dividido en dos lavó la sangre y colocó la ofrenda en la bandeja. Antes pasó el peine por el pelo de Gómez, que se había desarreglado. Martínez, cuya labor en la Secretaría de Propaganda del Estado fue brillante, mereció una bandeja de oro. También él fue valiente, dicen. Antes de hacerse degollar estuvo un par de horas arreglándose el bigote finito. Ahora Martínez tiene una estatua en la Plaza de la Libertad. Bandeja de Oro también mereció González, que fue Canciller durante casi veinte años, y Pérez, y García, y Gutiérrez. El uno Ministro de Orden Interno, el otro Ministro de Guerra, el otro Secretario de Cultura. A Fernández le fue enviado un cajón de fruta ya usado, sucio e impregnado de las fetideces de frutas picadas, y cuando le llevaron en ese receptáculo su cabeza a nuestro Presidente, éste no quiso verla. Mandó que echaran cajón y cabeza a la basura. Es forzoso reconocer que Fernández fue un desastre toda la vida, y que su labor en el Ministerio de Salud Pública resultó vergonzosa. Él, ciertamente, no tiene estatua ni nada. Es historia conocida que en el momento de la verdad temblaba y chillaba como un cerdo. Qué distinto del caso de Álvarez, el que fuera Ministro de Hacienda y antes Secretario de Organización del Partido, a quien nuestro Presidente le hizo llegar una bandeja de oro con incrustaciones de perlas. Ese día Álvarez dio una fiesta para despedirse del Gobierno y de paso de la vida. Estaban sus hijos y su mujer, y las nueras, y los yernos, y también sus ancianos padres, y nosotros, sus amigos y camaradas de causa. Hubo música y baile. Brindamos por nuestro Presidente, por su bondad, por su justicia, por su sabiduría y por su generosidad. Y también, como es justo, brindamos por la próxima decapitación de Álvarez. Al final llegó riendo a la mesa del hachazo y, con resuelta alegría, colocó su cuello y le ordenó al asistente que procediera. Ahora Álvarez tiene estatua frente a la Casa de Gobierno, en la Plaza de la Concordia. Nunca se sabe en qué basa su decisión nuestro Presidente cuando envía una bandeja. Y es que la mayoría de las veces sus designios escapan a nuestra limitada comprensión. Sin embargo es posible, circunstancialmente (sólo circunstancialmente), intuir sus motivos. No es preciso que la causa sea una falta grave, ni mucho menos, por parte del funcionario decapitable. En ocasiones todo viene de una opinión no requerida, una pregunta molesta, un saludo a destiempo, una mirada inoportuna o en exceso sostenida, una bajada de ojos, un tartamudeo delator, una vacilación. A nuestro Presidente, cuya comprensión es ilimitada, nada se le escapa, y cuando no alcanzamos a intuir sus razones, sabemos, de todos modos, que sus actos siempre tienen un fundamento profundo. Dice el pueblo que él se las sabe todas, pues es el mayor de los estrategas y el más hábil de los tácticos. Algunos disidentes (que por fortuna ya fueron eliminados) llegaron a objetar sus resoluciones, pero quienes le seguimos con lealtad no desconocemos que todo lo que hace y determina por algo será [traducción: hay una hikma oculta en ello]. Él nada hace porque sí. Supongo que en la última comida oficial debo de haber cometido algún error: quizá dejé mal colocados los cubiertos, o puede que hiciera un poco de ruido al tomar la sopa. De modo que hace un par de horas que llegó mi bandeja. No pude disimular mi dicha al ver que era de platino y oro, con incrustaciones de piedras preciosas y una frase grabada en el metal: "Honor al buen servicio". En unos momentos mi asistente bajará el hacha. He dispuesto que la decapitación se realice sin anestesia, claro está.
por Lázaro Covadlo
Cuento publicado en Agujeros Negros, por Editorial Altera en 1997 y 1998, España.
No hay comentarios:
Publicar un comentario